Para la esquiadora eslovena de campo traviesa Petra Majdič, la improbable clave de la gloria olímpica fue un diagnóstico erróneo.

Mientras calentaba para participar su primera carrera en los Juegos de Invierno de 2010 en Vancouver, Majdič resbaló de una esquina helada y cayó más de tres metros al lecho rocoso de un arroyo. Se arrastró a duras penas hasta una tienda de auxilio médico en el lugar de la competencia para que le hicieran un ultrasonido. “No sé”, dijo el médico, “pero parece que todo está bien”.

Claro, ella sufría un dolor insoportable que la hacía chillar cada vez que exhalaba. Pero el dolor, ella creía, estaba solo en su cabeza. Mientras nada se le hubiese roto, su decisión fue clara. “¿Puedo competir?” ella le preguntó al especialista. El doctor le dijo que sí.

Más tarde esa noche, después de apretar los dientes durante la carrera clasificatoria, los cuartos de final, la semifinal y la final donde luchó por obtener una improbable medalla de bronce en la clásica competencia, finalmente fue al hospital, donde fue diagnosticada, esta vez correctamente, con cuatro costillas rotas. ¿Y el punzante dolor que sintió durante la semifinal? Esa fue una de las costillas rotas que le perforó un pulmón, que luego colapsó. Se perdió el resto de los Juegos y estuvo en el hospital durante casi una semana.

Estas historias son un elemento común de la tradición olímpica, un recordatorio conmovedor de los extremos a las que los atletas pueden llegar para obtener la gloria olímpica.

Estas semanas, ahora que los más rápidos y resistentes del mundo han convergido en Corea del Sur para participar en los Juegos de Invierno de este año, sin duda hemos visto y veremos hazañas de resistencia más extraordinarias.

¿Pero cómo exactamente lo logran hacerlo los atletas? ¿Es solo una cuestión de destreza física y entrenamiento, o hay algo más en estos esfuerzos sobrehumanos?

Las respuestas están comenzando a emerger a partir de una nueva y notable serie de investigaciones sobre el desempeño humano, y los hallazgos tienen lecciones no solo para los olímpicos sino también para todos los demás.

Resulta que todos nosotros somos capaces de ir más allá de los límites físicos y psicológicos que encontramos en el gimnasio, en los senderos y en nuestras aventuras deportivas. La sensación de que no se puede ir más allá es solo eso: un simple sentimiento. Y como tales, los sentimientos pueden modificarse.

Los primeros estudios de resistencia se centraron, naturalmente, en el cuerpo. Los fisiólogos construyeron una imagen impresionantemente detallada de los factores que, en teoría, dictan nuestra máxima capacidad físico-atlética. “Nuestros cuerpos son máquinas cuyos gastos de energía se pueden medir detalladamente”, escribió en 1926 A.V. Hill, el pionero científico deportivo y ganador del Premio Nobel.

A medida que se descifraron los misterios de la contracción muscular y el metabolismo, la resistencia comenzó a parecer una cuestión de fontanería --quién tiene el corazón que puede suministrar la mayor cantidad de sangre rica en oxígeno a través de los vasos más grandes con dirección a los músculos más grandes.

Hubo un gran problema con este enfoque: no podía predecir quién ganaría una competencia atlética. No importa con cuánta precisión se midan los parámetros fisiológicos, como el suministro de oxígeno, sería una tontería usar esa información para apostar al resultado de, digamos, un maratón. Claramente, faltaba algo en la ecuación de la “máquina humana” sobre los límites atléticos.

Hill y otros primeros investigadores pronto se dieron cuenta de que la psicología debe jugar un papel clave. En 1961, un par de científicos de George Williams College de Chicago demostraron que podían aumentar 7.4% la fuerza máxima de los voluntarios de levantamiento de pesas si un experimentador se acercaba sigilosamente y disparaba una pistola de arranque calibre 22 justo antes del ascenso. Éste fue uno de los primeros (y más bizarros) intentos de demostrar que los límites que percibimos como físicos y absolutos a menudo son invariables y mediados por el cerebro.

En la actualidad, la naturaleza precisa de la conexión mente-músculo sigue siendo muy discutida, pero la mayoría de los investigadores aceptan el punto esencial: que las manifestaciones físicas de fatiga (corazón acelerado, temperatura central alta, una creciente marea de metabolitos como lactato en la sangre) fungen como fuentes de información para el cerebro, en lugar de limitar directamente nuestra capacidad de continuar.

A partir de finales de la década de los noventa, el autor e investigador sudafricano de acondicionamiento fisco-atlético Tim Noakes propuso la idea de que nuestros cerebros están configurados para la auto preservación.

Si te esfuerzas lo suficiente como para poner en peligro tu salud, al sobrecalentar tu núcleo o comprometer el suministro de oxígeno de tu cerebro, digamos, tu cerebro funcionará como un “gobernador central” protector, debilitando automáticamente las señales nerviosas que impulsan tus músculos. El circuito de retroalimentación da lugar a la sensación de fatiga y le indica que disminuya la velocidad o el esfuerzo que realiza.

Una visión alternativa propuesta una década más tarde por Samuele Marcora, un científico del ejercicio en Endurance Research Group de Kent University, postuló que nuestros límites se definen por el equilibrio entre la motivación y el esfuerzo percibido. No nos detenemos porque nuestros músculos fatigados son incapaces de continuar, desde este punto de vista, sino porque el esfuerzo requerido para continuar es mayor que el que estamos dispuestos a realizar.

Traducido por  Luis Felipe Cedillo

Editado por Michelle del Campo

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Fecha de publicación: 22/02/2018