‘The Kid Who Would Be King’ (‘Nacido para ser Rey’): cinta con algunos breves, brillantes momentos. Foto archivo.

En una escena surrealista de un puesto de periódicos inglés, las portadas de los tabloides son heraldos simultáneos del pesimismo y fatalidad. Literalmente.

El titular de un artículo es “Gloom” (Oscuridad), el otro es “Doom” (Condena). Un narrador con voz sorda lamenta una “tierra dividida y sin líderes” en la que “los corazones de los hombres están vacíos”. ¿El reino de Theresa May a medida que Brexit se acerca a su clímax?

No, es la patria de un niño llamado Alex (Louis Ashbourne Serkis), quien, perseguido por los atorrantes del patio de su escuela, encuentra una espada clavada en una piedra en un sitio de construcción, la arranca y, por la gracia de Excalibur, se convierte en el rey Arturo de nuestros tiempos.

Es una idea encantadora, elaborada con entusiasmo por el libretista y director, Joe Cornish, hasta que el hechizo es víctima de la familiaridad de los efectos especiales que serían más adecuados en una noche de brujas (perros del infierno en un alboroto, un levantamiento de caballeros aún sin fenecer); excesiva conciencia de sí mismo (Alex está tan abstraído en la tradición artúrica que no le sorprende lo que le está sucediendo); y mensajes inspiradores sobre el valor frente a la intimidación y el logro de la nobleza personal a través del desinterés.

Dicho esto, hay mucho que disfrutar de ‘The Kid Who Would Be King’ (‘Nacido para ser Rey’), empezando por la descarada referencia a la obra literaria ‘El hombre que quiso ser rey’ de Rudyard Kipling y la adaptación clásica de la pantalla de John Huston.

Otra referencia se puede percibir fugazmente en una escena en la que Merlín aparece como un niño de 16 años ataviado con una playera de Led Zeppelin. La torpe aparición, interpretada con la teatral excentricidad de Angus Imrie, sostiene una nota de algún tipo con la palabra “Boorman” visible en el margen. Eso se refiere a la incomparable “Excalibur” de John Boorman, con Nicol Williamson como un Merlín realmente fascinante.

Esta versión de Merlín también aparece, de vez en cuando, como un búho, y como un hechicero adecuadamente venerable, aunque agradablemente desaliñado, interpretado por Patrick Stewart.

Rebecca Ferguson es Morgana, encarcelada por mucho tiempo dentro de un árbol, pero de repente liberada como un monstruo maligno que rastrea lo que parece ser musgo español. Es una némesis formidable para un rey infante, aunque Alex, ayudado por sus jóvenes partidarios --incluidos los abusadores que se le han unido-- forma su propio ejército de ciudadanos con una facilidad sorprendente y sigue adelante, tanto para salvar a la nación de sus enemigos y, en una ejército muy al estilo Disney, para volver a reencontrarse con su padre perdido hace mucho tiempo.

La espada y la piedra figuran frecuentemente en la epopeya de Alex. En realidad, es la espada y las piedras, ya que este modelo actualizado de Excalibur puede estacionarse en cualquier piedra u objeto que esté disponible, como un patín del diablo que es eléctrico y que siempre está listo en todos lados.

Lo que es más, la espada se puede recuperar, siempre que se pierde, con ayuda de la invisible “Lady of the Lake” (Señora del Lago), que ahora solo necesita una cantidad mínima de agua; en un momento ella extrae a Excalibur de las profundidades de una bañera en la casa suburbana de Alex.

Detalles como estos son encantadores. También lo es la noción de Stonehenge como un centro de transporte en el tiempo, y el espectáculo de Alex y sus intrépidos compañeros de armadura de hojalata que han comprado en una tienda de recuerdos.

Pero lo que es destructivo y que finalmente aturde, es el desorden de la fantasía, la realidad, el deseo y el encantamiento de la cocina. Decir que la película carece de simplicidad sería una simplificación excesiva.

Traducido por Michelle del Campo  

Editado por Luis Felipe Cedillo

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Fecha de publicación: 09/04/2019