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18 de ene. (Dow Jones) -- El convoy de camiones Land Cruisers recorría un camino de terracería cerca de la frontera de Nigeria con Camerún, y entonces éste se adentró en el remoto bastión controlado por los combatientes de Boko Haram. Si todo sucedía según lo planeado, ellos llegarían al punto de encuentro antes de las 4:00 p.m.
En las camionetas iban cinco guerrilleros capturados, recién extraídos de una prisión, la primera pieza del trato propuesto por el gobierno. En un vehículo separado, de acuerdo con las personas involucradas en el acuerdo, un destacamento de seguridad protegía la principal concesión de Nigeria otorgada al grupo de terroristas islámicos, una gran bolsa de lona negra que contenía dos millones de euros en efectivo envueltos en plástico.
El viaje había iniciado bajo una llovizna pertinaz en una ciudad incendiada por los insurgentes y bombardeada por aviones durante una década de hostilidades. Los observadores estaban registrando su progreso, asumieron los pasajeros, y el camino era notorio por los explosivos improvisados. Un paso en falso podría descarrilar meses de planificación.
Los dos hombres responsables de planear ese momento se habían separado esa tarde. Durante casi tres años habían recorrido juntos el mundo, organizando conversaciones secretas con Boko Haram. Uno de ellos era Zannah Mustapha, un ex abogado nigeriano que había fundado una escuela para huérfanos. Quien escuchado interminables diatribas y disputas interrumpidas en la mesa de negociaciones. También había estado en duelo cuando otros acuerdos se colapsaron ante una lluvia de disparos.
El otro hombre era un funcionario del gobierno suizo que había fungido como socio y mentor de Mustapha durante las conversaciones. Él monitoreó la escena desde un campo de observación ubicado unos pocos kilómetros atrás. La identidad del hombre era un secreto tan celosamente guardado que ni siquiera los nigerianos de alto rango conocían su nombre completo. Como operativo de la División de Seguridad Humana, un engranaje poco conocido de la maquinaria diplomática de Suiza, lo prefería de esa manera.
No muy lejos de ahí, 82 jovencitas ataviadas con velos negros caminaron con dificultad a través de la hierba alta hacia el punto de encuentro, flanqueadas por militantes enmascarados que portaban armas de fuego. Horas antes, sus captores les habían ordenado que empacaran sus pertenencias y comenzaran a caminar. No se les dijo a dónde. No tenían idea de que eran las rehenes más famosas del mundo.
Naomi Adamu había sido una estudiante ordinaria en la Escuela Secundaria Gubernamental de Chibok. Ella era más grande que la mayoría de sus compañeras de clase, jugaba fútbol y estudiaba matemáticas en la litera de su dormitorio. Ahora, mientras caminaba con dificultad por la maleza a punta de pistola después de mil 102 días de cautiverio, tenía los ojos hundidos y los pómulos casi adheridos a la piel.
Las alumnas de Chibok solo llevaban algunas posesiones visibles: tiras de tela de colores, chanclas y horquillas para sujetarse el pelo. Atado alrededor de la cintura de Adamu, oculto a la vista, se ocultaba algo que desconocían los hombres armados: un artículo desafiante. Era un diario, uno de los pocos registros escritos sobrevivientes de la terrible experiencia de las jóvenes.
Cuando el convoy de la Cruz Roja llegó al punto de encuentro, los conductores se detuvieron a un lado de la carretera. Escondidos entre los arbustos y en las ramas de las acacias, los francotiradores les apuntaban con sus rifles.
Zannah Mustapha, de 58 años, bajó de una camión. Llevaba un par de gafas Calvin Klein y, en honor a la ocasión, una túnica gris estilo Kaftan. Desde el matorral opuesto a él, un grupo de jóvenes combatientes nerviosos ataviados con uniformes desgastados se le unieron, portando rifles de asalto Kalashnikovs en sus brazos.
Detrás de ellos estaba el final del trato de Boko Haram: Naomi Adamu y 81 de sus compañeras de clase, los objetos de una de las cacerías más grandes en la historia mundial.
Las cautivas se juntaron y miraron hacia adelante, con los ojos fijos. Algunas entrelazaron sus brazos, otras se tomaron de las manos. Mustapha notó que el brazo de una niña estaba sujeto en un cabestrillo. A otra le faltaba una pierna.
Desde su secuestro en 2014, las estudiantes de Chibok habían enfrentado todo tipo de dificultades, siendo arrastradas de un campamento remoto al siguiente. Más de una docena había muerto por enfermedad o ataques aéreos militares. Pero todas las chicas sabían que ese podría ser el momento en que terminaría su terrible pesadilla, o en que sufrirían una cruel desilusión.
Mustapha comenzó a leer en voz alta los nombres de las niñas que tenía en una lista. Como señal de respeto, había practicado cómo pronunciarlos. Sin embargo, no hizo contacto visual con las rehenes. Si la transacción fracasaba, no quería que lo atormentaran esos recuerdos.
Uno de los militantes quitó la tapa de la lente de una videocámara maltratada y comenzó a filmar. Un comandante de Boko Haram le hizo a cada rehén las mismas dos preguntas:
“¿Fuiste violada?”
“¿Fuiste abusada?”
No, todas respondieron.
El trauma que las chicas Chibok habían soportado como cautivas de Boko Haram fue extraordinario, pero no sin precedentes. Como principio de su ideología y modelo comercial, los insurgentes habían secuestrado a otras miles de jóvenes nigerianas, muchas de las cuales fueron violadas o reclutadas como combatientes. La mayoría de esos secuestros pasaron desapercibidos. Este no.
Las noticias de este secuestro en particular se tornaron virales cuando las celebridades comenzaron una protesta mundial exigiendo su liberación. A medida que ésta creció, se convirtió en el ejemplo más destacado del activismo global masivo en las redes sociales. El punto culminante fue el 7 de mayo de 2014, cuando la entonces primera dama de Estados Unidos, Michelle Obama, tuiteó una foto de sí misma sosteniendo un cartel con el hashtag: #BringBackOurGirls (Traigan a nuestras niñas).
De repente, una región desesperadamente pobre y en guerra de Nigeria --y las rehenes escondidas ahí-- se convirtieron en una preocupación central de la guerra global contra el terrorismo.
La historia de las niñas Chibok, como se les conoce comúnmente, refleja un momento destacado en la historia mundial. Un simple hashtag en Twitter impulsó a siete naciones a enviar miles de millones de dólares en fuerzas armadas, drones, satélites y sofisticados equipos de vigilancia. Esa combinación de activismo digital y cooperación internacional traspasó las líneas de batalla de una guerra civil con casi una década de duración y ayudó a Nigeria a traer las niñas a casa.
La historia completa, nunca antes reportada, dice lo contrario.
En entrevistas, muchos nigerianos involucrados en las negociaciones para liberar a las niñas, desde ministros del gabinete hasta soldados en el frente, expresaron desconcierto de que una serie de tweets pudieran distorsionar las prioridades de un conflicto que estaba llegando a un punto muerto.
Los funcionarios nigerianos se quejaron amargamente de la intrusión de las redes sociales y los compromisos que les obligó a considerar. Algunos creían que la fama de las chicas solo prolongaba su cautiverio. A otros les molestaba la falta de enfoque en los miles de otros niños que los insurgentes habían secuestrado o asesinado.
También está la cuestión del rescate, que nunca antes se había revelado. El gobierno de Nigeria no ha detallado públicamente lo que ofreció a Boko Haram, o de dónde provinieron los fondos. Varios altos funcionarios confirmaron que el canje incluyó la liberación de cinco militantes capturados y un total de tres millones de euros, entregados en dos etapas.
“No teníamos otra opción”, dijo un ministro del gabinete. “Y si tuviéramos que pagar el mismo precio nuevamente, lo haríamos”.
Para una menesterosa insurrección que había sido obligada a refugiarse en las montañas, los dos pagos realizados en 2016 y 2017 representaron una ganancia inesperada oportuna. Desde que recolectaron el dinero, el grupo ha intensificado sus ataques terroristas. El número de bombas suicidas detonadas en Nigeria, la mayoría atadas a niños, se ha cuadruplicado con respecto al año anterior.
En el punto de intercambio, mientras recitaba la lista de nombres, Mustapha tenía una opinión diferente sobre las posibles consecuencias del trato. Recuperar a estas niñas fue, para él, el logro supremo de su segundo acto --una misión humanitaria dedicada a ayudar a los niños de Nigeria.
Analizar el costo de liberar a las chicas era perder de vista lo más importante. Su liberación, pensó, era el preludio del fin de la guerra. “#Bringbackourgirls se había convertido en el cerrojo del conflicto”, dijo, en una entrevista después de que las niñas fueron liberadas. “Estoy tratando de abrir la cerradura”.
Cuando se le preguntó sobre el precio pagado por la libertad de las chicas, señaló con el dedo hacia el cielo: “Eso es entre yo y Dios”.
Traducido por Luis Felipe Cedillo
Editado por Michelle del Campo
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Fecha de publicación: 18/01/2018
Etiquetas: Nigeria Terrorismo Boko Haram Rehenes Liberación Niñas Michelle Obama Guerra Civil Hostilidades Secuestro