19 de sep. (Dow Jones) -- A principios de este mes, un tribunal griego condenó a un economista por lo que equivalía a hacer su trabajo. En 2010, Andreas Georgiou se hizo cargo de la oficina de estadísticas de Grecia y revisó al alza las cifras de la deuda del país, que habían sido dudosas desde hace tiempo, para cumplir con los estándares de la Unión Europea.

Desde entonces, los funcionarios griegos han tratado de culparlo por las medidas de austeridad y las dificultades económicas que siguieron. El veredicto del mes anterior, que se produjo después de que Georgiou había sido exonerado en repetidas ocasiones, fue recibido con consternación por expertos externos que califican su obra de ejemplar.

El caso de Georgiou sólo es el caso más extremo de la difamación pública que sufren los economistas de todo el mundo. Después de que el gobernador del Banco de Inglaterra, Mark Carney, advirtió el año pasado que dejar la Unión Europea podría perjudicar la economía británica, un miembro del parlamento que apoya Brexit exigió que fuera despedido.

Cuando Congressional Budget Office (Oficina de Presupuesto del Congreso) de Estados Unidos dijo este año que sustituir Affordable Care Act, o ACA (Ley de Servicios Médicos Asequibles) aumentaría en millones el número de estadounidenses sin seguro, el personal del presidente Donald Trump calificó el trabajo de la dependencia apartidista como “noticias falsas”.

Muchos votantes comparten el desprecio de estos políticos. Más 40% de los estadounidenses desconfían total o parcialmente de los datos económicos federales, de acuerdo con una encuesta realizada en octubre pasado por Marketplace-Edison Research.

En parte, ésta reacción data de la crisis financiera global de hace nueve años, pero el enojo no sólo proviene de la molestia por el fracaso de los economistas para predecir o explicar esa catástrofe. Hoy en día, hay un abismo cada vez mayor entre cómo piensan los economistas y el público (y sus líderes electos).

Los economistas se enorgullecen de ser los más científicos de los científicos sociales. Esto los lleva a resumir todos los motivos y comportamientos humanos a variables cuantificables como la utilidad, el bienestar y los ingresos.

Sin embargo, por naturaleza, la gente no es cuantitativa y sus motivos a menudo no tienen ninguna base económica. Las cuestiones que son más divisivas en la actualidad, desde la imparcialidad y la desigualdad hasta la identidad y la cultura nacionales, no tienen soluciones económicas.

Así que cuando los economistas predican las virtudes de la globalización, las soluciones del mercado o el análisis costo-beneficio, se parecen a los críticos de la izquierda como los cómplices corporativos que carecen de una base moral. Para los críticos de la derecha, ellos se parecen a las élites globalistas que desprecian el patriotismo.

Sin embargo, su amor por los números es precisamente lo que hace que los economistas tengan un valor incalculable. Al excluir el aspecto emocional de los problemas apremiantes, los economistas a menudo pueden iluminar las formas más prácticas de abordarlos, pero sólo si la gente común y sus representantes están dispuestos a escuchar.

La economía surgió en la década de 1700 como una ramificación de la filosofía moral. Conocida entonces como economía política, sus primeros practicantes --como David Hume y Adam Smith-- creían que eliminar el interés personal individual, en lugar de seguir la autoridad religiosa o política, maximizaba el bienestar de la sociedad.

Smith esgrimió este caso más memorablemente en su obra póstuma ‘The Wealth of Nations’ (La riqueza de las naciones) de 1776, en el que invocó famosamente a la benevolente “mano invisible” del mercado libre. Sin embargo, para los economistas de hoy, el libro ‘The Principles of Political Economy and Taxation’ (Los Principios de Economía Política e Imposición) de David Ricardo, publicado en 1817, fue un avance aún mayor.

La mayoría de la gente no se sorprende si un médico, que podría cuidar mejor a sus hijos que una niñera, prefiere en su lugar pasar ese tiempo viendo a sus pacientes y pagarle a una niñera una parte de lo que gana. Gracias a Ricardo, los economistas saben que el mismo principio se aplica a los países. El trabajador estadounidense promedio probablemente puede fabricar más neumáticos que un trabajador extranjero, pero su ventaja en la producción de granos es aún mayor, por lo que Estados Unidos deben exportar cereales e importar neumáticos. Esta teoría, conocida como “ventaja comparativa”, va tanto en contra de la intuición  como lo es de poderosa.

Ricardo fue más allá, al exaltar el poder pacificador del libre comercio: “Este une, mediante un lazo común de intereses y relaciones, la sociedad universal de las naciones en todo el mundo civilizado”, escribió. La mayoría de los economistas siguen de acuerdo en que la globalización fomenta la estabilidad política y la cooperación.

Los que no son economistas siempre han encontrado este énfasis en los intereses y los motivos materiales un tanto cuanto mundano y desagradable. En 1790, Edmund Burke, amigo de Hume y Smith, escribió en ‘Reflections on the Revolution in France’ (Reflexiones sobre la Revolución en Francia): “La edad de la caballería ha desaparecido. La era de los sofistas, los economistas y las calculadoras ha triunfado y la gloria de Europa se ha extinguido para siempre”.

La influencia de los economistas floreció verdaderamente en el siglo XX. La Gran Depresión dio origen a la macroeconomía, el estudio de cómo el consumo, la inversión, los ingresos y las tasas de interés interactúan en su conjunto.

En busca de mejores herramientas para manejar la economía, el gobierno federal encargó a los economistas en los años treinta calcular el producto interno bruto (PIB).

Convencido de que la economía ya no podía dejarse a su suerte, el Congreso aprobó la Ley del Empleo en 1946, que estableció, entre otras cosas, el Council of Economic Advisers, o CEA (Consejo de Asesores Económicos) para proporcionarle al presidente la orientación necesaria.

Al año siguiente, el libro seminal de Paul Samuelson, ‘Foundations of Economic Analysis’ (Bases del Análisis Económico), usó las matemáticas para formalizar los axiomas clave de la economía. Entonces inició una revolución que dotó a los economistas de métodos cada vez más poderosos para explicar y analizar el comportamiento económico. Ellos adoptaron cada vez más las herramientas de las ciencias físicas, con la esperanza de alcanzar un grado similar de verdad objetiva y poder predictivo.

Las matemáticas aclararon el pensamiento económico, pero no mejoraron su precisión de previsión, que sigue siendo terrible. Virtualmente ningún economista predijo la crisis financiera de 2007-2008 y la recesión que siguió. Tampoco la economía se ha librado de prejuicios. Los economistas que asesoran a los presidentes y primeros ministros rutinariamente modelan sus análisis para validar opiniones políticas particulares.

En las últimas décadas, la estatura de los economistas se ha visto afectada por dos críticas en particular. La primera, popular sobre todo en la izquierda, sostiene que los economistas son esclavos de la suposición de que los individuos actúan racionalmente y por propio interés.

Estos críticos apuntan a evidencias psicológicas y experimentales que muestran la frecuencia con la que las personas violan los axiomas de Economía I: nuestros hábitos de gasto e inversión son a menudo motivados por las emociones, reglas de juego, ignorancia y miopía. La crisis financiera parec ser la prueba definitiva, ya que los banqueros y corredores altamente pagados, armados con técnicas económicas de vanguardia, asumieron tanto riesgo que casi destruyeron el sistema financiero mundial.

La segunda crítica se origina en los movimientos populistas y nacionalistas de los países más prósperos del mundo. Los economistas consideran las fronteras nacionales y la soberanía como obstáculos molestos para la libre circulación de mercancías, capital y de las personas. Los nuevos movimientos de la derecha los consideran como condiciones previas y esenciales para la identidad nacional y la cohesión.

Muchos británicos votaron a favor de Brexit porque el control sobre la inmigración y sus leyes les importaba más que las ventajas pecuniarias del mercado común europeo.

Estas tendencias han generado una desconfianza más amplia hacia los expertos y las élites. Durante la campaña electoral del año pasado, Mike Pence, el compañero vicepresidencial de Trump, descartó evidencia estadística sobre la salud de la economía estadounidense diciendo: “La gente de Fort Wayne, Indiana, sabe otra cosa”.

En los meses posteriores a la victoria de Trump, su equipo se preguntó si debería nombrar un presidente del Consejo de Asesores Económicos. La administración finalmente nombró a Kevin Hassett, un economista altamente considerado del conservador American Enterprise Institute.

Los economistas tienen cierta culpa por la reacción pública y política. Su desacuerdo con las políticas populistas a menudo ha matizado sus predicciones.  

Los economistas británicos, incluido Carney, pensaron que Brexit provocaría tanta incertidumbre que los mercados y la economía se hundirían. Los economistas estadounidenses previeron desmayos similares si Trump se convirtía en presidente. Ambos se equivocaron, al menos por el momento: las economías de ambos países han avanzado con fuerza, y los mercados de valores en particular se han disparado. Puede haber costos a largo plazo, por supuesto, pero estos podrían ser difíciles de detectar.

Traducido por  Luis Felipe Cedillo

Editado por Michelle del Campo

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Fecha de publicación: 19/09/2017

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